Saturday, December 16, 2006

Hay veces hermanos, hay veces,
Señor,
en que huelo, casi toco, en que intuyo
lo que es el mundo; en que comprendo
qué es, deseado, un dios deseante por
oteros y collados; en que el alma entiende
que decir no puede lo que el alma
entiende balbuciendo y susurrando:
enorme grito que me anega y que
comprende (que pequeño me veo cuando,
Señor,
me haces grande) que existen, como
partículas de luz que me miran y me
tocan, los milagros.
La alcanzo y la toco y se me escapa
y la intuyo (como mi mujer la conoce
desde los tiempos) y tiene,
Señor,
tu nombre y tiene, universo,
su cara,
y tiene fuerza de hombre (qué débil,
que nada) y tiene alma de dios, pero
miedo a las espadas, llanto de niño,
humanidad que la cabeza agacha.
La verdad. Todos la saben y qué
difícil alcanzarla.
Veces, veces Señor, en que se oye ya
el reino en casa de los hombres, pequeño
rebaño,
Señor,
tranquila impaciencia de saber que se
te tiene, que has llegado y no te hemos
conseguido,
Señor,
desde este mundo de Dios por el que el tiempo pasa
dejando tan llena (y tan vacía por amplia)
tan pacífica y tan blanca, tan sin ti y de ti
Señor,
el alma.

Thursday, December 07, 2006

Tan indigno de ello como cualquiera pero tan desaprensivo como muy pocos, me dispongo a dotar al mundo con una muestra más del género epistolar. Qué curiosa es la vida (me permito aquí un descenso al lenguaje del vulgo), cuando se es un desconocido, también se dota al mundo con historias nuevas al escribirlas, pero es sólo una manera... manera... ¿falaz?. Falaz de expresarse. En fin, me dispongo, decía, a hacer una revisión de la trayectoria seguida (somera, por supuesto) hasta este olimpo de fama y dinero en que vivo; más para dar ánimos que otra cosa y compadeciendo de ¿antemano?, mejor a priori. A priori a quien sienta envidia, pues sé que es sensación poco gratificante.
Jamás llegué a creer que lo conseguiría, y no por ninguna humildad falsa o real, no, sino por cierta atávica tendencia pesimistodepresiva (suena bien) que mis ancestros y no tan ancestros debieron donarme de forma absolutamente reprobable, ya que condeno enérgicamente el débil carácter de quien se agarra a sus circunstancias personales (orteguiana tautología por añadir algo, poco, de erudición) para convertir su vida en una agonía trágica, en un drama epicoindividual (estoy hoy sumamente fácil, observo; de lo que mis lectores se congratularán gracias a un obtuso proceso empaticoidentificativo y mitómano que disto de entender) del que son los primeros, ¿es?. Es el primero en congratularse como espectador propio y compadeciente de sí mismo sin explicarse jamás que los demás no lloren de admirativa pena y respetuosa lástima, qué felicidad, al verlo o verla, que es ya norma político-lingüística el barra-a. Lo que pasa es que me apetece mucho y a menudo abandonarme a la comodidad de una depresión; cómo añoro ese meterse en la cama rodeado de silencio y nada y ese disfrute de la más absoluta abulia: no leer, no escribir. No trabajar... no afeitarse/depilarse. Bueno, dije que no soportaba a los depresivos/as practicantes, y esto da una pista de por qué insinué conocer la envidia.
Bien, decía que jamás confié en llegar a lo que he llegado, aunque nunca abrigué duda alguna sobre la profunda genialidad de mi inspiración y persona, físico aparte salvo cuando me deprimo; incluso, a menudo, leyendo algún artículo, relato o novela me sentía y me siento muy por encima como artista y profesional del artesano del guorperfe o del güinguor (esto suele agradar jocosamente) o lo que sea que se gana la vida con ello. Y como soy muy inteligente, sé que habrá ya hoy quien ocupe respecto de mí la misma posición que yo he dicho ocupar, con lo que yo sería un injustamente afortunado simple orfebre aprovechado por y beneficiario del (así, en... ¿ceugma?) sistema, mientras que el contemplante (¿habré repetido esta palabra?) se ve inopinadamente relegado al anonimato, la oscuridad y, seguro, al no desahogo económico. Pero como soy muy inteligente, ya dije y han podido comprobarlo ahora y en mis múltiples intervenciones televisivas y periodísticas, suelo evitar estos argumentos siempre que puedo, que es cuando no estoy deprimido.
Estaba diciendo que jamás tuve fe plena en que llegaría aquí, aunque comenzaré por el principio, reescribiendo y reescribiéndome como todos siempre. Notarán en. En no, por. Por esta frase que durante un tiempo me gané parte del sueldo haciendo críticas literarias por encargo, antes de ser una voz nueva, pero no adelantemos acontecimientos retrospectivamente.
El principio, el feto, el germen, el culmen (¿a que estas palabras deberían llevar tilde?) del inicio, los primeros balbuceos (es imprescindible manejar la sinonimia, todos lo sabemos, pero... ¿existe realmente la sinonimia?) fueron, contra todo pronóstico, prospectivo ya hoy, claro, de lo más común: unas estrofillas de cuatro versos octosílabos, o endecasílabos si sobraba algo, con un repugnante tono imitatorio de Gustavo Adolfo con Manuel Machado que aún hoy me da náuseas. Afortunadamente se perdieron y no los recuerdo. La causa de semejante desatino también era, para el escarnio de mi memoria, de lo más previsible, pues siendo un gordito marginal empolloncete estaba, además, enamorado. Ahí empecé. Pero solo como diarrea sentimental con finalidad exclusivamente terapeutica, esdrújula terapéutica, seguro. Lo que pasa es que le cogí el gustillo in o sub consciente. Luego vino una larga temporada en blanco, hasta que tuve la primera depresión y mi vientre buscó de nuevo el alivio del papel y la pluma (no sé si quedará bien. Sí, tampoco es tan original. Perfecto). Fue entonces, ya era jovencito, cuando comencé a plantearme que, a lo mejor, era bueno lo que escribía, hice varias cositas y decidí que iba a sentirme escritor. A partir de esta resolución dejé de escribir, dedicándome privativamente (y así no vuelvo a poner exclusivamente) a sentirme escritor. De semejante majadería saqué una de las más conseguidas depresiones que he tenido nunca y que, superada, echo a menudo de menos con nostalgia y dolor, pues pocos golpes hay tan duros en la existencia de un genio literario como descubrir que para ser escritor hay que escribir, pues es entonces cuando esa sublimación espiritual del carismático y feliz infeliz se convierte en conceptos como trabajo, esfuerzo, disciplina y, lo peor de todo, innumerables muestras de porquería indigna de nuestra (mejor el plural, menos autoinculpatorio) capacidad. Dicha experiencia traumática suele coincidir con la llegada a nuestra órbita de designios de la ansiedad causada por un infinitivo infame cuando in-satis-fecho: publicar. Las de esquizofrenias que causa, pues se ha de pasar de ser un autocomplacido ignorado a un por fin examinado, no obstante es muy difícil, ya se sabe. Me pasé varios años trabajando en mi vendidísima primera novela, con la que me forré y con la que me deprimí a gusto dos o tres veces mientras la escribía y dejaba de escribir. La había comenzado al tomar conciencia de la maldición del escritor explicada de suso, aquello de que hay que escribir para poder quejarse de que uno no publica, sorprendentemente, dada mi calidad, asimismo con esta artimaña estuve a punto de fracasar, pues la envié a editoriales mil (siempre de las fuertes, eso sí) antes de acabarla, pudiendo así dejarla aparcada para deprimirme un poco, dado que ningún editor/a parecía darse cuenta cabal de lo que tenía entre manos y no se ocupaba de orientarme y darme el espaldarazo necesario, aunque ese vocablo siempre me produce cierta aprensión. Me sentí, así, pleno, pues tenía de las dos cosas: un considerable número de acuatros mecanografiados a doble espacio y un aún pleno anonimato, con lo que podía ser un desecho y un triunfador al acecho a la vez, que ha sido mi única adicción a la adrenalina.
Sí, ya sé que dicho con esta proverbial diafanía que me caracteriza suena fácil, pero me metí en una espiral que amenazaba con privar al mundo de mis obras. No. Del conocimiento de mis obras, ya expliqué el matiz al principio de mi carta. Fue gracias a la ayuda de esa persona especial, única e irrepetible que todos tenemos al lado que resolviera esforzarme en buscar más apoyo logístico antes de abandonar mi destino definitivamente y hundirme en la queja eterna, porque si hay algo más aterrador y subyugante que estar escribiendo y quedarse atrancado es la sola idea de acabar y comérselo todo con patatas. Aún hoy se me eriza el vello, menos mal que como soy famoso me publican lo que sea.
Algo había adelantado sobre ello y termino. Cuando casi me veía obligado a optar en deprimirme para siempre jamás y con razón, que no hay mayor placer para el ser humano, intervino el azar de la providencia y, por casualidad, ya que mi mujer había enviado cientos de rogativas periódicas a quien algo tuviera que ver con el sector, me pidieron, mejor, me concedieron, no seamos (de nuevo el plural) pedantes, una colaboración en donde Dios quiso. Algún que otro crítico que trabajaba en algún que otro grupo editorial rentabilísimo quedó subyugado (otra vez me resuena una palabra) por mi brillantísima prosa y me concedió el honor máximo: la calificación de nueva voz, de autor en ciernes (eso si que es una gilipoyez) de joven renovación (con más de treinta años y viviendo con mis padres, por Dios Santo, joven, que le hubiesen preguntado a mi progenitor). ¿Qué pasó?, que me pusieron de moda, como a otros, gané pasta, me encontré a mimismo (me gusta así) y pude ser normal, que es como casi ser feliz pese a que tuve que renunciar a deprimirme según mi libre albedrío, cosas mías, y me veo obligado a estar siempre ufano, por lo que soy y lo que tengo. Qué vida esta tan esclava de su propia lógica... aunque ahora que lo escribo, quizá haya descubierto alguna nueva razón-para, que no es mal final para convencionalizar la cosa, y es que me asombra mirar lo que uno es capaz de hacer para labrarse un destino algo más confortable. Dicho queda, e iré a ver si hay patatas, aunque si esta carta ve la luz es que no hicieron falta. ¿Ven como no es tan fácil la cosa?.