Tuesday, March 03, 2009

Discurso de Barak Obama sobre el racismo traducido al español.

“Nosotros, el pueblo, para construir una nación más perfecta”

Hace doscientos veninte años, en un pórtico que aún se alza en la acera de enfrente, un grupo de hombres se organizó y con estas simples palabras, lanzó a América a un arriesgado experimento de democracia. Granjeros y catedráticos; hombres e estado y patriotas que habían viajado por un océano para escapar de la tiranía y la persecución finalmente hicieron real su declaración de independencia en una convención en Filadelfia que ocupó la primavera de 1787.

El documento que produjeron estaba firmado pero inacabado. Estaba manchado por el pecado original de esta nación: la esclavitud. Una cuestión que dividía a las colonias y que llevó a la convención a un estancamiento hasta que los fundadores eligieron permitir el tráfico de esclavos durante, al menos, veinte años más, y dejar su final resolución a las generaciones futuras.

Por supuesto, la respuesta a la cuestión de la esclavitud estaba implícita en nuestra Constitución – una Constitución que se funda en la igualdad de los ciudadanos ante la ley; una constitución que promete libertad y justicia a una unión que puede y debe ser perfeccionada a cada paso.

Pero unas palabras estampadas en un pergamino no bastarían para liberar a los esclavos de su cautiverio o darles a todos los hombres y mujeres de cualquier color o creencia la totalidad de sus derechos y deberes como ciudadanos de los EEUU. Se necesitarían americanos en generaciones sucesivas que tuvieran la voluntad de poner su grano de arena –con su grito y con su lucha, en calles y tribunales, con una guerra civil y con la desobediencia civil y siempre arriesgándolo todo- para extrechar el abismo entre el sueño de nuestros ideales y la realidad de su tiempo. Este fue uno de los grandes propósitos que nos señalamos al comienzo de esta campaña –continuar la larga marcha de aquellos que nos antecedieron. Una marcha hacia unos Estados Unidos de América más justos, más igualitarios, más bondadosos y más prósperos. Yo elegí optar a la presidencia en este momento de la historia porque estoy profundamente convencido de que no podemos alcanzar los desafíos de nuestra época a no ser que lo hagamos juntos –a menos que perfeccionemos nuestra unión comprendiendo que podemos tener diferentes historias, pero que sostenemos las mismas esperanzas; que podemos no parecernos y venir de lugares distintos, pero que todos nosotros nos movemos en la misma dirección –hacia un mejor futuro para nuestros hijos y nuestros nietos. Esta creencia viene de mi invencible confianza en la decencia y en la generosidad del pueblo americano. Y también proviene de mi propia historia americana.

Yo soy el hijo de un keniata negro y una mujer blanca de Kansas. Me crié con la ayuda de un abuelo blanco que sobrevivió a la Gran Depresión para servir en el ejército de Patton durante la segunda guerra mundial, y una abuela blanca que trabajó en una cadena de montaje de bombas en Fort Leavenworth mientras su marido estaba más allá de los mares. He ido a alguno de los mejores colegios de América y he vivido en una de las naciones más pobres del mundo. Estoy casado con una mujer Americana negra que lleva consigo la sangre de esclavos la sangre de los esclavistas –una herencia que pasa a nuestras dos preciosas hijas. Tengo hermanos, hermanas, sobrinas, sobrinos, tíos y primos de todas las razas y de todos los colores de piel diseminados por tres continentes y por todos los lugares posibles. Nunca podré olvidar que este país hizo posible mi historia. Una historia que no ha creado al candidato más convencional pero es una historia que ha grabado en mi código genético la idea de que esta nación es mucho más que la suma de sus partes, que lejos de ser muchos, somos realmente una sola cosa. A lo largo del primer año de esta campaña y contra todas las predicciones de los detractores, hemos visto lo muy hambriento que estaba el pueblo americano de este mensaje de unidad. A pesar de la tentación de ver mi candidatura bajo las simples lentes raciales, hemos vencido en Estados con algunas de las más señaladas mayorías blancas del país. En Carolina del Sur, donde aún ondean las banderas confederadas, hemos construido una poderosa coalición de afroamericanos y blancos. Esto no quiere decir que no se haya usado la raza en la campaña, incluso algunos comentaristas se han referido a mí como “demasiado negro” o “no suficientemente negro”. Vimos crecer la tensión racial y salir a la superficie durante la semana previa a las primarias de Carolina. La prensa ha mirado con lupa cada resultado en busca de la más mínima evidencia de polarización racial, no sólo en términos de blancos y negros, sino también de negros y mestizos. Y en las dos últimas semanas la discusión racial se ha tornado especialmente significativa.

En uno de los lados del espectro, hemos oído que de alguna forma, mi candidatura es una reafirmación de los liberales más abiertos para conseguir una fácil reconciliación racial. Por el otro lado, hemos oído a mi querido pastor el reverendo Jeremías Wright, usar un lenguaje incendiario para expresar las posturas que auguran un endurecimiento de la división racial y que ven peligrar la grandeza y la bondad de nuestra nación; que ven en la candidatura un daño tanto para blancos como para negros. Ya he condenado, en términos inequívocos, los argumentos del reverendo Wright que han causado tal controversia. Para algunos, aun quedan algunas cuestiones por resolver. Sabía yo que él era un ocasional y gran crítico de la política nacional e internacional de América? Por supuesto que sí. ¿Lo había oído hacer puntualizaciones que pudieran ser controvertidas cuando yo estaba en la iglesia? Sí. ¿Difería de él radicalmente en algunos de sus puntos de vista? Totalmente, como seguro que algunos de ustedes están en total desacuerdo con algunos de los puntos de vista de sus pastores, curas o rabinos.

Pero el tema que ha causado esta reciente tormenta no es sólo una simple controversia. No se trata sólo de un líder religioso esforzándose en hacer ver una injusticia. En vez de eso, se trata de una profunda distorsión de la visión de este país, una visión que ve el racismo blanco como algo endémico, y que antepone todo lo malo de América a todo lo bueno de América. Una visión que observa el conflicto en Oriente Medio como la consecuencia de las acciones de un aliado fiel como Israel en vez de cómo el efecto de las pervesas y llenas de odio ideologías radicales del Islam.

Como tales, los comentarios del reverendo Wright no sólo eran erróneos, sino divisores. Divisores en un momento en el que necesitamos la unidad, racistas en un momento en el que necesitamos unirnos para resolver una serie de monumentales problemas (dos guerras, la amenaza terrorista, la economía en declive, una crisis crónica en la asistencia sanitaria y un potencialmente devastador cambio climático) ;problemas que no son ni blancos ni negros, ni latinos ni asiáticos, sino problemas que nos atañen a todos. Dada mi historia, mis ideas políticas y mis valores e ideales, no hay duda de a quienes mis ataques y mis defensas les parecen insuficientes. ¿Por qué me asocié en un primer momento con el reverendo Wright?, podría preguntarse ¿Por qué no unirse a otra iglesia? Confieso que si todo lo que hubiera sabido del reverendo hubieran sido esos datos aislados de sus sermones que han repetido sin fin las televisiones, el You Tube o las caricaturas de la Trinity United Church of Christ, no hay duda de que la reacción habría sido distinta. Pero la verdad es que no es eso todo lo que sé de ese hombre. El hombre que conozco desde hace más de veinte años es un hombre que me ayudó a afianzar mi fe cristiana, un hombre que me habló sobre nuestra obligación de amarnos unos a otros, de cuidar a los enfermos y de socorrer a los necesitados. Es un hombre que sirvió a nuestro país como marine, que ha estudiado en alguna de las más afamadas universidades y seminarios del país y que por más de treinta años lideró una iglesia que sirve a la comunidad haciendo el trabajo de Dios en la tierra al construir casas para los sin techo, cuidar a los necesitados, proveer servicios de cuidados diarios, carcelarios y cuidar a enfermos de SIDA.

En mi primer libro, Como mi padre soñó, describo la experiencia de mi primer servicio en la Iglesia de la Trinidad:

“Las gentes comenzaban a gritar, a levantarse de sus asientos, a aplaudir y a llorar, un viento poderoso llevaba la voz del reverendo y se llenaba el salón y en aquella nota solitaria - ¡Esperanza! – yo oí algo más; a los pies de aquella cruz, en las miles de iglesias de la ciudad, imaginé las historias de la gente de color confundiéndose con las de David y Goliat, Moisés y el Faraón, los cristianos y los leones, los campos de huesos secos de Ezequiel. Esas historias de supervivencia, libertad y esperanza, se hicieron nuestra historia, mi historia; la sangre vertida es nuestra sangre, sus lágrimas nuestras lágrimas. Hasta esta negra Iglesia, en este día brillante, parece una nave llevando la historia de su gente a las generaciones futuras y a un mundo más ancho. Nuestros fracasos y triunfos son universales de nosotros la gente de color y de muchos más que la gente de color. En la crónica de nuestro viaje, las historias y canciones nos dan un significado y nos reclaman una memoria sobre la que no debemos avergonzarnos; memoria que todos deben estudiar y apreciar y con la que podemos empezar a reconstruir el mundo.”

Esa ha sido mi experiencia en la Trinidad. Como otras iglesias predominantemente negras a lo largo del país, la Trinidad engloba a la comunidad negra en su integridad –el médico y la asistenta social, el estudiante modélico y el antiguo ganster. Como otras iglesias negras, la de la Trinidad está llena de risas estridentes y de un humor, a veces, subido de tono; llenas de bailes, aplausos, voces y gritos que pueden parecer extraños a un oído poco habituado. La iglesia contiene plenamente lo amable y lo cruel, la inteligencia más aguda y la más asombrosa ignorancia, los fracasos y los éxitos, el amor y el sí, la amargura y los perjuicios que surgieron de la experiencia negra en América.

Esto a lo mejor ayuda a explicar mi relación con el reverendo Wright. Con todos sus defectos y virtudes ha sido como de mi familia. Fortaleció mi fe, ofició mi boda y bautizó a mis hijos. Ni una sola vez en nuestras charlas le oí hablar de ningún grupo racial en términos peyorativos, ni hablar de los blancos con quienes trató con otra cosa que cortesía y respeto. Lleva dentro de sí las contradicciones –las buenas y las malas- de la comunidad a la que ha servido diligentemente durante tantos años.

No puedo repudiarlo sin repudiar a la comunidad negra. No puedo desautorizarlo a él más de lo que puedo hacerlo con mi abuela, una mujer que me ayudó a crecer, una mujer que sacrificó una y otra vez por mí, una mujer que me quiso más que a nada en el mundo, pero una mujer que confesó una vez sentir miedo de los hombres negros que pasaban por la calle y que más de una vez se hizo eco de algunos prejuicios racistas que me pusieron los pelos de punta.

Estas gentes son parte de mí. Y son parte de América, que es la tierra que amo. Alguien puede ver esto como un discurso que sólo pretende justificar y excusar comentarios que son simplemente injustificables e inexcusables. Os aseguro que no, y supongo que lo políticamente correcto oponerse a este episodio y limitarse a esperar que lo cubriese el polvo. Podemos rechazar al reverendo Wright por impertinente y por demagogo, justo como algunos lo han hecho con Geraldine Ferraro, en el análisis de sus recientes afirmaciones por abordar algunos prejuicios racistas muy arraigados.

Pero el racismo es un hecho que esta nación no puede permitirse ignorar justo ahora. Estaríamos cometiendo el mismo error que cometió el reverendo en sus sermones contra América por simplificar y estereotipar, amplificando así, los puntos más negativos y distorsionando la realidad.

El hecho es que los comentarios que se han hecho y los temas que han salido a la luz en las últimas semanas reflejan la complejidad del racismo en este país, a lo que nunca nos hemos enfrentado realmente tras esta unión nuestra que aún tenemos que perfeccionar. Y si ahora no damos la cara, si nos vamos a nuestro rincón, nunca seremos capaces de solucionar juntos los desafíos que son la salud pública, la educación o la necesidad de buenos puestos de trabajo para los americanos.

Comprender esta realidad requiere recordar cómo hemos llegado hasta aquí. Como William Faulkner escribió una vez, “el pasado no está muerto y enterrado, de hecho, ni tan siquiera es pasado.” No es necesario citar aquí la historia de las injusticias raciales ocurridas en nuestro país, pero sí necesitamos recordarnos a nosotros mismos que algunas de las desigualdades que aún hoy perviven para la comunidad afroamericana tienen su origen en una primera generación víctima de la brutalidad de Jim Crow y las leyes esclavistas. Las escuelas segregacionistas eran, y son, peores escuelas, y aún no hemos conseguido superar eso cincuenta años después del caso Brown contra la administración educativa y la inferior educación que ofrecían, entonces y ahora. Ello ayuda a entender la diferencia que persiste en los logros académicos de blancos y negros hoy día.

La discriminación legalizada, donde se usaba incluso la violencia para impedir a los negros la propiedad privada o no se concedían préstamos a los emprendedores afroamericanos para sus negocios o no teníamos acceso a las hipotecas preferentes, e éramos excluidos de los sindicatos, de las fuerzas policiales, de los cuerpos de bomberos… lo que implicaba que las familias negras no podían ahorrar y afianzar sus generaciones futuras. Este pasado ayuda a explicar algunas desigualdades presentes entre blancos y negros y la concentración de bolsas de pobreza que aún hoy perviven en pueblos y ciudades. Esa falta de oportunidades económicas para los hombres negros y la vergüenza y frustración por no poder mantener a sus familias contribuyó a la erosión de los hogares negros, un problema que las políticas de bienestar no han hecho sino empeorar. La ausencia de servicios básicos en tantos barrios negros (parques para niños, vigilancia pocilial, recogida de basura o las normativas de construcción de edificios) ha contribuido a crear un ciclo de violencia y desatención que nos asola como una plaga. Esta es la realidad en la que el reverendo Wright y otros afroamericanos de su generación crecieron. Se hicieron mayores en los últimos cincuenta y primeros sesenta, una época en la que la segregación era todavía la ley y nuestras oportunidades eran sistemáticamente constreñidas. Pero lo importante no es la cantidad de errores de la discriminación, sino más bien, cuántos hombres y mujeres se sobrepusieron a los obstáculos; cuantos fueron capaces de abrir caminos donde no los había para que los siguieran personas como yo.

Pero frente a todos los que hicieron su contribución al sueño americano con uñas y dientes hay otros muchos que no pudieron hacerlo, irremediablemente vencidos por la discriminación. Ese legado de derrota pasó a las generaciones siguientes (esos chicos jóvenes - y cada vez más chicas- que vemos languidecer en cárceles y esquinas sin esperanzas ni planes de futuro. Incluso para aquellos negros que lo consiguieron, las cuestiones raciales y racistas continúan definiendo su visión del mundo de manera fundamental. Para los hombres y mujeres de la generación del reverendo, los recuerdos de la humillación, la incertidumbre y el miedo aún no han desaparecido. No se han evaporado la ira y la amargura de aquellos años. Una ira que puede que no se muestre en público, frente a compañeros de trabajo o amigos blancos, pero que encuentra voz en el sillón del barbero o junto a la mesa de la cocina. A veces, esa ira es explotada por los políticos para acaparar votos o para disimular sus propios fallos… y, ocasionalmente, encuentra voz en un sermón de iglesia un domingo por la mañana, desde el púlpito y desde los bancos. El hecho de que mucha gente se sorprenda de oír ese enfado en alguno de los sermones del reverendo Wright simplemente nos hace recordar que los momentos de un mucho más obvio segregacionismo en la vida americana ocurren los domingos por la mañana. La ira no siempre es productiva, en realidad, lo más común es que distraigan la atención debida a la solución de los problemas reales. Nos impide afrontar claramente nuestra responsabilidad en nuestros problemas e imposibilita a la comunidad afroamericana sellar las alianzas necesarias para traer un verdadero cambio. Pero la ira es real, es potente y no es suficiente con obviarla o condenarla sin entender sus caminos para resolver los abismos y malentendidos que separan a las distintas razas. La verdad es que una ira similar existe en determinados segmentos de la comunidad blanca. La mayoría de las clases medias y trabajadoras de los americanos blancos no piensa que ellos hayan sido particularmente privilegiados por su raza. La suya es una experiencia de emigración y, hasta donde ellos pueden entender, nadie les ha regalado nada y han construido sus vidas con el sudor de su frente. Han trabajado duro cada día, muchas veces para ver desaparecer su puesto de trabajo o desaparecer su pensión tras toda una vida de trabajo. Están preocupados por su futuro y sienten que sus sueños se esfuman. En una era de sueldos congelados y de competencia global donde las oportunidades parecen reducirse a cero y los sueños de unos se cumplen a expensas de otros. Así, cuando se ven obligados a mandar a sus chicos en un autobús a una escuela de la otra punta de la ciudad, cuando oyen que un afroamericano tiene ventaja en encontrar un buen trabajo o en conseguir una plaza escolar por una injusticia que ellos nunca han cometido; cuando les dicen que su miedo a los criminales de los suburbios urbanos no son sino prejuicios, el resentimiento renace con fuerza. Como la ira de la comunidad negra, este resentimiento no siempre se expresa de forma pacífica. Pero ellos han ayudado a configurar el panorama político durante su generación. La ira sobre la sociedad del bienestar y sobre las acciones políticas ayudó a forjar la coalición de Reagan. Los políticos explotaban rutinariamente el miedo al crimen para sus propios fines electorales. Los medios conservadores construyeron carreras enteras enmascarando falsos principios racistas mientras disimulaban las legítimas discusiones de injusticia racial y desigualdades como meras correcciones políticas o como el reverso del racismo.

De la misma forma que la ira negra se ha mostrado improductiva, así estos resentimientos blancos han distraído la atención de la verdadera culpabilidad de la clase media, un conjunto de extendidos prejuicios culturales de cortas miras que han sido usado por grupos de presión que operan desde Washington para favorecer políticas económicas que priman los intereses de unos pocos sobre los de la mayoría. Por tanto, para conjurar el resentimiento de los americanos blancos y poder clasificarlos como equivocados o racistas no reconocemos que se basan en hechos legítimos. Esto agranda la división y bloquea el camino del entendimiento.

Y aquí es donde estamos justo ahora. Un punto muerto en el que llevamos años. Al contrario que las protestas de alguno de mis críticos, negros y blancos, nunca he sido tan ingenuo como para creer que podemos superar nuestras divisiones raciales en un solo ciclo electoral o con una sola candidatura, particularmente una candidatura tan imperfecta como la mía. Pero tengo una convicción incuestionable, una convicción nacida de mi fe en Dios y mi fe en el pueblo americano, que trabajando unido irá más allá de los prejuicios raciales que en realidad no hemos escogido y que no podemos sino superar si queremos continuar perfeccionando la senda de la unión.

Para la comunidad afroamericana, esta senda supone asumir la carga de nuestro pasado sin ser víctimas de él. Ello significa continuar insistiendo en la completa medida de la justicia en cada aspecto de la vida americana. Pero también significa olvidar nuestras quejas por más salud pública, por mejores escuelas, por mejores trabajos, a favor de las aspiraciones de la mayoría de los americanos (la mujer blanca que lucha por romper fronteras invisibles, el hombre blanco que ha sido despedido, el inmigrante que intenta mantener a su familia. Y ello significa tomar la plena responsabilidad de nuestras vidas, demandando más de nuestros padres y dando más a nuestros hijos, pasando más tiempo con ellos leyendo y enseñándoles que mientras que afronten los retos y las discriminaciones en sus propias vidas nunca deben sucumbir a la desesperación o el cinismo. Enseñándoles siempre a estar convencidos de que pueden escribir su propio destino.

Irónicamente esta noción esencialmente americana – y sí, conservadora – del hacerse a uno mismo fundamenta frecuentemente los sermones del reverendo Wright. Pero lo que le falta a mi pastor es la convicción de que para ello es imprescindible creer en que la sociedad puede cambiar.

El gran error del reverendo en sus sermones no es que hable del racismo en nuestra sociedad, sino que lo hace como si la sociedad fuera estática, como si nunca hubiera progresado, como si este país ( un país que ha hecho posible para cada uno de sus miembros llegar a la más alta posición del Estado y construir una coalición de blancos y negros, latinos y asiáticos, ricos y pobres, jóvenes y viejos) estuviese irrevocablemente basado en un pasado trágico. Pero por lo que sabemos y por lo que hemos visto, esta América puede cambiar. Esa es la verdadera genialidad de este país. Lo que ya hemos alcanzado no da la esperanza y la audacia de confiar en lo que podemos y debemos alcanzar mañana.

En la comunidad blanca, el camino para una más perfecta unión incluye el conocimiento de que lo que aqueja a la comunidad afroamericana no aqueja las mentes de la gente de color; de que el legado de la discriminación y otros incidentes de discriminación que aún perviven aunque en mucha menor medida que en el pasado, son reales y deben ser corregidos. No sólo con palabras sino con hechos como invertir en educación, formar comunidades, reforzar los derechos civiles y su protección legal y asegurar la justicia en nuestro sistema judicial; dándole a estas generaciones oportunidades que eran inviables para las generaciones anteriores. Ello supone que todos los americanos nos demos cuenta de que no hay por qué pensar que los sueños de unos deben cumplirse a costa de los sueños de los otros. Que la inversión en salud, bienestar y educación de niños negros, mestizos y blancos asegura la prosperidad de toda América.

Al final a lo que llamamos no es sino a lo que llaman todas las grandes religiones del mundo. Que hagamos con los demás lo que nos gustaría que hiciesen con nosotros mismos. Las escrituras lo dicen, que seamos los guardianes de nuestros hermanos. Dejad que seamos quienes cuidan a sus hermanos. Dejad que apostemos por algo que todos llevamos dentro y dejad que los políticos reflejen fielmente ese espíritu.

Hay una oportunidad para nosotros en este país. Podemos aceptar una política que alimente la división, el conflicto y el cinismo. Podemos enarbolar la raza como un espectáculo (como hicimos en el juicio de OJ) o como carne de tragedia (como hicimos en el análisis del Katrina) o como munición para las noticias de la noche. Podemos reproducir los sermones del reverendo Wright en cada canal cada día y hablar sobre ellos desde ahora hasta las elecciones y convertirlos en la única cuestión de esta campaña para ver si simpatizo o no con estas palabras ofensivas. Podemos abalanzarnos sobre alguna metedura de pata de algún seguidor de Hillary como evidencia de que ella está jugando la carta racial o podemos especular si los blancos siguen a John McCain en manada a pesar de sus políticas.

Podemos hacer eso.

Pero si lo hacemos, puedo aseguraros de que en la próxima elección, estaremos hablando sobre alguna otra cosa que no es fundamental. Y en la próxima otra vez. Y en la próxima otra vez. Y nada cambiará.

Es una opción. O, en este momento, en esta elección, podemos unirnos y decir que no esta vez. Que esta vez queremos hablar de las escuelas que se desmoronan y de las que dependen el futuro de los niños negros, blancos, asiáticos, hispanos… de los niños nacidos en América. Que esta vez queremos abandonar el cinismo que nos dice que estos niños no pueden aprender, que estos niños que no se parecen a nosotros no son sino otra generación con problemas. Esos no son los niños de América, son nuestros hijos y no los dejaremos caer con la economía del siglo XXI. No esta vez. Esta vez queremos hablar de cómo las líneas de política de emergencia se trazan por blancos, negros e hispanos que no tienen salud pública, que no tienen poder por sí mismos para ser de especial interés para Washinton, pero que pueden alzarse con él si lo hacemos juntos.

Esta vez queremos hablar sobre lo que una vez posibilitó una vida decente para cada hombre y mujer de todas las razas y hogares para todos los Americanos de todas las religiones y todas formas de vida. Esta vez queremos hablar sobre que el verdadero problema no es que alguien que no se parece a ti puede quitarte tu trabajo sino que la corporación para la que trabajas puede hacerlo desaparecer sólo por obtener un mayor beneficio.

Esta vez queremos hablar de los hombres y mujeres de todo color y credo que sirven juntos, que luchan juntos, que ofrecen juntos su sangre al la misma orgullosa bandera. Queremos hablar sobre cómo traerlos a casa desde una guerra que nunca debería haber sido autorizada, que nunca debería haber sido sufragada. Queremos hablar de cómo mostrar nuestro patriotismo cuidándolos a ellos y a sus familias y dándoles lo que se han ganado. No me presentaría a presidente si no creyera con todo mi corazón que esto es lo que quiere la inmensa mayoría de los americanos. Quizá no logremos nunca la perfecta unión, pero generación tras generación hemos demostrado que podemos mejorarla. Y hoy, cuando alguna vez dudo de esta posibilidad, la generación siguiente es lo que me llena de esperanza, la gente joven cuyas actitudes y creencias y apertura al cambio ya han hecho historia en este período electoral.

Hay una historia en particular que me gustaría dejaros hoy. Una historia que conté cuando tuve el gran honor de hablar en el cumpleaños del doctor King en su parroquia baptista de Ebezener, en Atlanta.

Había una joven blanca de veintitrés años llamada Ashley Baia que organizaba nuestra campaña en Florence, Carolina del Sur. Había estado trabajando para organizar a una comunidad mayoritariamente afroamericana desde el principio de la campaña y un día que estaba en una mesa redonda donde todos hablaban de sí mismos y de por qué estaban allí, ella contó que su madre enfermó de cáncer cuando ella tenía nueve años y que así perdieron su seguro médico. Cayeron en la bancarrota y ella decidió que tenía que hacer algo para ayudar a su madre. Sabía que uno de los mayores gastos lo suponía la comida, así que convenció a su madre de que lo que más le gustaba eran los sándwiches de mostaza, que era lo más barato que se le ocurrió. Hizo esto durante un año hasta que su madre mejoró, y le contó a todos los de la mesa que la razón por la que se unió a nuestra campaña fue que quería ayudar a los millones de chicos de este país que tenían que cuidar de sus padres.

Ashley podría haber hecho una elección diferente. Alguien podría haberle dicho que la causa de los problemas de su madre es el gasto médico de los negros que son demasiado flojos para trabajar. O de los hispanos que entran ilegalmente en el país. Pero no fue así. Ella buscó aliados en su lucha contra la injusticia. Al final, Ashley acabó su historia y rodeó la habitación preguntándole a la gente por qué apoyaba la campaña, encontrando infinidad de historias y razones. Muchos hasta dieron una razón concreta y hubo también un hombre negro ya mayor que había estado sentado en silencio quien, cuando Ashley le preguntó que por qué estaba allí no dio una razón concreta, no habló de asistencia médica o de economía, de educación o de guerra. Ni siquiera dijo que estaba allí por Barak Obama. Simplemente le dijo a todos:

- Estoy aquí por Ashley.

“Estoy aquí por Ashley”. Por sí mismo, ese momento singular de reconocimiento entre una joven blanca y un negro viejo no es suficiente para dar salud a los enfermos, trabajo a los parados o educación a nuestros niños. Pero es desde donde despegaremos. Es donde nuestra unión se hace más fuerte. Muchas generaciones han venido a ver tras doscientos veintiún años de historia , desde que una banda de patriotas firmó aquel documento en Philadelphia, que aquí es donde la perfección comienza.