Tuesday, February 03, 2015


Camino a la "Autopía."



-       ¡Suelo malo, suelo malo!

  Cogido de la mano de su madre y con una indescriptible cara de kamikaze que por culpa de las almorranas llevara días sin pegar ojo (punto este que para un kamikaze es del todo difícil) era eso lo que aquel niño salvaje y amontunado le gritaba sin el menor asomo de piedad a un adoquín del filo de la acera mientras éste, con la absoluta desfachatez que caracteriza a los adoquines, insistía en no darse por enterado.
  Llevado por el sobresalto que aquella estampa de crueldad inconmensurable me produjo, me acerqué a la pareja y miré extrañado e interrogante a quien debía ser su madre, cosa que deduje por el amor que rebosaba su mirada de kamikaze instructor mirando a su filial pupilo. Quien, a todas luces, estaba heróicamente afrontando descomunal batalla contra la vía pública.
  Yo, por no desentonar, apoyé mis manos en mis rodillas en postura de adulto mira a encantador infante y clavé la peor de mis miradas en aquel, para nada presunto, desaprensivo adoquín.
  El kamikaze chico, a quien empezaban a decaerle las fuerzas, bajaba ya la frecuencia de sus patadas (supongo que por la ausencia de batalla presentada por el ofensor y por el seguro dolor que la planta de aquel piececito comenzara a sentir) me miró con la triunfal expresión de quien consigue abrir una botella de cava tras ocho horas de desesperados intentos mientras la familia ansía los platos de uvas pochas del 31 y piensa con resignación lo muy gilipoyas que es el cuñado.
  Con esa cara triunfal, que yo observaba como se observaría a un marciano que se cayese al suelo al bajar de su platillo, el soldado del imperio dejó de dar patadas, se sacudió las manos, ya que los pies hubiera sido más complicado, emitió un
-       Júm
lleno de autoadmiración crecida con mi presencia como admirado expectador. Hecho esto, largó una última ofensa al ajado adoquín en forma de escupitajillo y se volvió hacia su madre, quien, orgullosa como una gallina de Walt Disney, miró también (había que reforzar positivamente las actitudes del nene) por encima del hombro al desfachatoso pedrusco y comenzó a andar.
  A punto estuve de desistir en mi labor investigadora, pues al alejarse brevemente, entreví con espanto un culo prominente no exento de cierta agresividad insoslayada enfundado en una especie de chándal de última generación a través del cual se adivinaban los filiyos enrollados de unas braguillas que no pude por menos que imaginarme ajadas y desflocadas. Movíalo además de forma que parecía señalar que ella lo llevaba por delante más que por detrás. Entiéndase la imagen poética.
  A pesar de tamaña advertencia natural, no pude contenerme y pasé a poner mi integridad en juego.
       -   ¡Pss, pss, señora, perdone!
  Ella se volvió como se vuelve un panzer, como se vuelve un culturista de dos metros si le derramas un café por la nuca, como se vuelve un león al que despiertas. Como se abre la puerta de chiqueros.
-       ¿Di, ga, me?, así, con tilde en la mé.
-       Le ruego me perdone, pero no puedo dejar de preguntarme, después de ver la enorme y descomunal batalla que su pequeño acaba de librar, por la causa de tamaño desajuste.
-       ¿Usted se está cachondeando de mí, caballero? Porque si usted se está cachondeando de mi niño y de mí, le arreo ara mismo dos yoyas que no va a saber usted quién hay entre oreja y oreja. Y ahí llega mi marido que no sabe usted cómo es pa estas cosas, que se está usted cachondeando de mí.

  Se acercaba una furgoneta por cuya ventanilla se podía ver a un señor con media barba, cigarro, codo apoyado hacia fuera, medallón de oro y un anillorro en meñique, así que recogí velas.

-       Le ruego, señora, me disculpe, pero nada más lejos de mi intención que importunarle. Lamento que mi curiosidad me haya llevado a alterar su plácida mañana. Adiós y le reitero mis excusas.
-       Míralo al gilipoyas este. Ahora dice que se va. Tendrá poca vergüenza la gente…

  Incluso el tierno infante me miraba ya con malas intenciones y los puñitos cerrados a la espera de su progenitor con las rodillas sangrantes.

-       ¿Mamí le doy una paliza también a ese señor?
-       No hijo, no, espérate a que venga el papa, que tu ya te has hecho mucho daño hoy con el suelo malo.

  Ante la más que inminente situación de peligro, salí de allí a toda prisa mientras por detrás arreciaban los insultos, crecidos ya con la indignación de la presa que huye. Juro por lo mas sagrado que cuando le dijo que se iban, la mama, llamó Grabié a su propio hijo.
  Sabía que me jugaba mucho más que mi integridad física, pero, de lejos me volví y pregunté a gritos que por qué le decía Gabrié a su propio hijo.

-       Porque se llama igual que su padre, y yo me voy a cagar en…

  Hubiera sido temerario dar tiempo a que Gabrié padre se bajase del coche, pues aquello tenía ya mal cariz.



  El policia intentaba apaciguar a aquel señor.

-       No, señor agente, no, no me diga que me tranquilice. Ahora mismo le meto al ayuntamiento una denuncia que se caga. No hay excusa para tener ahí en medio esa mole de piedra. Eso es algo que no se le ocurre a nadie. Eso pasa por poner de responsable a gente que no sabe ni lee ni escribir…

  La gente ya se acercaba a hacer corro a prudente distancia creciendo el caos de tráfico.

-       Pero Señor, por favor, yo comprendo su sensibilidad y su punto de vista, pero tiene que entenderlo. Afortunadamente está usted bien y esa mole de piedra es La Cibeles y lleva ahí toda la vida. Sin  su coche dentro, claro.
-       Eso no me sirve de excusa. Y como que me llamo Gabrié que le meto un puro. Déme su nombre y su número de placa. Pero ya.
-       ¿Pero por qué por Dios? ¿Ahora qué he hecho yo?
-       Porque es su obligación y por tratar a los ciudadanos sin respeto. En vez de ponerse a mi favor me acusa sin pruebas y me declara culpable.
-       Su coche está dentro de una fuente, sea usted razonable.
-       Ni razonable ni razonablo. Llame usted a un superior.

   Así comenzó su carrera política.  El trampolín se lo puso un periódico donde, al día siguiente, pudo leerse:

NUEVO HITO EN LA LUCHA POR LAS LIBERTADES INDIVIDUALES Y LOS PODERES DEL ESTADO. (SIC)
EN UNA DENODADA LUCHA A FAVOR DEL SENTIDO COMÚN, UN CIUDADANO LOGRA LA RETIRADA DE UNA MULTA Y DE LA YA CADUCA CIBELES.



Tras un prolongado litigio contra la tiránica admistración conservadora, el ciudadano Gabriel P. Z. ha conseguido la retirada del enorme obstáculo que se hallaba secularmente en la vía pública, a la vez que la retirada de la sanción, un vehículo nuevo, y la suspensión de empleo y sueldo del agente de la autoridad…



  Tras este episodio fueron muchas las ofertas recibidas por parte de programas de televisión y medios de comunicación, y comencé a verlo con frecuencia protagonizando episodios de la vida social.
  Del pequeño kamikaze quedaba poco en el exterior, pero yo, que no podía borrar de mi memoria aquel episodio pedagógico que le observé en su infancia, veía ante mí un enorme “culo educador” de señaladas arruguillas cada vez que su señora madre aparecía, acompañando a la pareja en alguna comparecencia pública. Y me imaginaba a Gabrié padre aparcando un flamante Mercedes de forma disimulada mientras masticaba un palillo de dientes.
  No me quedó la menor duda de que aquel lejano episodio habría de marcar la vida de todos cuando, candidato ya a la presidencia del gobierno, aquel niño camikaze convertido ya en toda una estrella mediática, aparecía en los carteles electorales pateando a una pequeña y culpable Cibeles bajo el lema:

Castiguemos a los culpables. Por la igualdad. Vota a Gabrié.

    La victoria electoral, contrariamente a lo yo había previsto, fue estruendosa. El electorado, en su mayoría otorgó la confianza al nuevo líder, que promovió nuevas y numerosas reformas.
·         Se dictó una ley de responsabilidad administrativa donde, si no se tenían antecedentes de pertenecer al partido opositor, el ciudadano o ciudadana, podría cobrar un seguro por cualquier desaguisado ocasionado por la presencia de cualquiera que fuera el mueble o inmueble, diminuto o desproporcionao (sic) que causare tal despropósito.
·         Se le provió (sic) al gobierno, de la potestad para imponer leyes siempre y cuando fueran positivas a juicio de el titular o la titulara (sic también) de la cartera (no me hubiera extrañado ver cartero aquí) del departamento de sanidad pública y velatorio por la libertad individual, que así, os lo puedo jurar, se le llamó.
·         Se dictó una ley general de subvenciones por la que cualquier ciudadano (favoreciendo más a los vagos y maleantes, a quienes no estudiaran… a los más necesitados a fin de cuentas) recibiría una cantidad libremente fijada por él/ella para incentivar la consecución de los bienes u objetivos que decidiera no alcanzar por sí mismo/a.
·         Se declaró la jefatura del Estado figura non grata para el Estado…

  En fin, podría contaros otros muchos avances, pero no hace al caso.


  Hoy he salido de nuevo a dar un paseo. La gente está ajetreada como siempre, muchos coches se apresuraban parados en los atascos. Había familias en los parques compuestas de abuelos y nietos. Todo el mundo intentaba ser feliz y vivir bien. Mientras periódicos y programas de radio se hacían eco de lo bueno u de lo horroroso que el gobierno era. Yo rompí a reir con todo esto, porque ¿es que nadie se ha dado cuenta de que el adoquín no es bueno ni malo? Así, al menos, me dije, no hay que decirle a los que tropiezan
-       Mira nene, una vez falla cualquiera, dos también, pero si sigues insistiendo, cariño, tú lo que eres es tonto. O tonta, claro.



Fdo. Lalo, Lalo Losta.
Alardes de Perfección.

  Querida lectora, querido lector de esta carta: 

Es un esfuerzo enorme intentar entender cómo aún puedo estar desemparejado, es decir, sin pareja. En mis aún pocos pero intensos años de vida, no he conocido a nadie tan maravilloso como yo. Mi cuerpo, donde se aúnan la perfección genética con la más rígida disciplina de gimnasio de alto estandin, este cuerpo, es todo un estudio de anatomía digno de los pinceles más afamados de la pintura universal, figurativa o no. Mi pelo brilla bajo la luz de la luna como brilla una pantera negra anunciando os de tualets por televisión. Todas las mujeres que conozco han gozado suspirando mientras mesaban mis mechones con sus dedos.
  Mis ojos verdes son rasgados, grandes y profundos. Son el horizonte donde se dirigen las miradas de cuanta fémina entra en contacto con mi presencia. He visto temblarle las piernas a las más fajadas yupis de guolestrit.
  Mi vida en sí es un dechado de perfección. Vivo en un chalé de diseño de arnovó emplazado justo donde acaba pradera y comienza la blanca arena de una playa perfecta bajo la bruma de invierno y desde las cristaleras de mi salón amueblado en piel negra y aluminio, me enmimismo en el mar con el flequillo sobre la mirada vestido con un suave chaleco de grueso cuello de cisne en lana beig y pantalón negro que no consigue disimular, es decir, más bien realza, lo más granado de mi masculinidad que, dicho sea de paso, ha sido capaz de protagonizar las más tórridas escenas que puedan verse tras las paredes de un dormitorio.
  Cada mañana, me levanto cuando he dormido lo necesario, ya que no necesito trabajar. De forma automática la cortina se descorre automáticamente y tras remolonear dulcemente entre los pliegues del nórdico inmaculado me levanto en toda mi envergadura, desnudo casi y encantador, y hago un par de horas de ejercicio en el idílico marco de la línea de las olas. Luego desayuno las cosas más sanas que imaginarse pueda: pan integral, zumo de naranja, fruta y cereales. En la enorme cocina perfectamente iluminada y sin una gota de grasa, todos los utensilios brillan perfectamente nuevos mientras resplandece, verde oliva, el frasco de aceite.
  Yo estoy recién duchado y mi albornoz se entreabre como unos labios lascivos dejando a la vista un pecho perfectamente moldeado sin la más mínima sombra de pelichis espiraloides, lisos, suaves o hirsutos de tipo alguno.
Todo yo huelo a una mezcla de varonil sensualidad junto con la tersura suave de la colonia de bebé que derramo generosamente en mis manos. El resultado un verdadero osito de peluche machote y desvalidamente tierno. La exacta mezcla de fragilidad y fortaleza. Control atlético y dubitativa timidez.
  Me levanto suave pero vigorosamente y me dirijo a mi dormitorio, voy descalzo, por supuesto, y paseando por la moqueta mullida y asimismo inmaculada, me detengo sólo un instante ante la ventana para volver a mirar al mar y me meto en mi más que amplio vestidor. Dejo que el albornoz se deslice sensualmente por mis fornidísimos hombros y que caiga, despreocupado, al suelo, donde se queda en perfecto desorden. Un par de prendas en perfecta consonancia. Zapatos absolutamente impecables, con calcetines a juego siempre, ni un agujerín en la punta ni un zurzido jamás, inasequibles a cualquier tipo o especie de pesturria que rompa inesperadamente el glamur.
  Salgo a la calle montado ya en mi biplaza descapotable mientras los mechones ondean secándose al viento. Miro a los viandantes observar mi paso con envidia y no les presto la más mínima atención para que no se sientan minusvalorados en su mediocre vida.
  Cuando entro en la ciudad, el decorado entero, la autopista en sí, los árboles que la flanquean y las palmeras parecen que se colocan bien para saludar mi paso. Todos los dependientes y dependientas de la zona vip y los metres y somelieres de los mejores restaurantes disfrutan pudiéndome servir. Se les nota en sus sonrisas… cuando es una mujer bella, sólo tengo que despejar mi blanquísima dentadura con la cabeza inclinada y mirarla de perfil para saber que mi invitación será aceptada. Tengo paso libre en todos los locales de moda y en los lugares más exclusivos. El simple hecho de entrar conmigo, ya hace que te sientas importante.
  Cuando llegan conmigo a casa, las trato como a reinas. Soy sofisticado, suave, amable, delicado pero impetuoso y siempre dejo satisfecha a la que tiene el honor de conocerme como hombre. Docenas de matrimonios estables se han disuelto echándome a mi la culpa de lo que ella buscaba en mí. Cuando no hice más que compartir generosamente mi tiempo con quien quería huir del que se había fabricado. De hecho, la última aventura que tuve a bien otorgarle a una dama resume perfectamente y casi a la perfección lo grandioso del espíritu que me mueve. Se da por sentado que cuando un hombre y una mujer folgan y solazan, es él quien está recibiendo la magnanimidad de la naturaleza y el beneplácito de la congénere. No es mi caso. En realidad me limito a no ser despreciativo con los que han tenido la suerte de, evolucionando de simiescos animalotes, llegar a conclusiones fisiológicas y anatómicas lejanamente parecidas a la mía.
  Hablaba de mi última aventura. Entré en el más sofisticadísimo de los restaurantes de la ciudad, como se arremolinan los papelillos en la calle se arremolinó a mi alrededor la atención de todos los comensales, quienes, por unos momentos se olvidaron de masticar y beber, proliferando así multitud de manchurrones y churretes en las inmaculadas vestimentas de alta costura, mientras que yo, comprensivo, alzaba levemente la mano en señal de saludo cortés y para que no se sintieran tan ridículos como eran en mi presencia.
  El personal del local dejó inmediata e inconscientemente de atender a los demás mientras en sus rostros se mezclaban la fascinación y la penurria, ya que sabían con seguridad que de mi mesa se ocuparían personalmente el chef y el dueño del local. Por ello les regalé también mi famoso saludo consistente en una leve inclinación de cabeza hacia arriba, es decir, como la primera mitad de un asentimiento leve, como si la barbilla, tímida pero segura se alzara hacia el frente mientras que suavemente llevado por la inercia de una encantadora voluntad, mentón y labio inferior se arrugaran mínima pero seguramente, es decir, con seguridad, en un deslumbrante fulgor de ojos. Y allí estaba ella, embobada en mi pasear, a punto de dejar resbalar un hilillo de su Martini por la comisura de la boca hacia el escote primorosamente medido de su vestido negro. Se le notaba a la legua que estaba resignada a estar sola y que se había arreglado por carácter más que por esperanza.
  Paré suavemente en seco, agaché ligeramente la cabeza hacia un lado, fijé mi mirada en ella, acérqueme, alárguele la mano, cogiómela suavemente, esa mano, y sin necesidad de palabras otórguele el don máximo de cenar conmigo.
  Ella toda exudaba deseo desde el primer momento y yo retardé sabiamente el momento de ofrecerle acompañarla a casa, como debe ser. Mientras masticaba suavemente la carne mechá siempre a un tris de que se viera algo o no le otorgaba medias sonrisas y movía despaciosamente el tenedor desde la boca al plato mirándola con la más absoluta de las comprensiones y el más seguro de los otorgamientos. Así la dejaba saber que la haría satisfacer de placer en el momento que ella quisiera, que no debía tener prisa. Que podía sentirse tranquila y segura y que su marido era un pobre infeliz que no sabía apreciar lo que tenía.
  Por eso no llego a entender la ostia que me dio cuando, ya en el coche, y acariciándole dadivosamente la rodilla le dije que no tendría que agradecerme aquella noche que pasaría gritando de placer en mi chalé de la playa en una urbanización perfecta de chaleres de la playa. Y que no se sintiera violenta porque nadie la oiría.
  Me desconcertó más que me dolió aquel tamaño leñazo por lo repentino e inesperado. Luego además, sopesándolo lo consideré totalmente injusto.



  Sé que son legión las niñas, damiselas y señoras que suspiran contemplando mis fotografías y sé que decoro más de un dormitorio siendo secretamente deseado. Soy la perfección absoluta, por eso te decía que no logro comprender que esté aún sin pareja, es decir, desemparejado.


  Ambas estaban paradas en la acera, junto a la entrada de una cafetería que comenzaba a quedarse desierta. La carta pasaba de una a otra mientras miraban a uno y otro lado buscando al autor de la misma. No había ni una dirección, ni un número de teléfono. Ni una dirección de correo electrónico siquiera. Y era una lástima, porque merecía la pena conocer a un payaso de tal envergadura. Las dos tiraron la carta al suelo y ésta se levanto con una ráfaga de aire que pasaba por allí. Salieron andando acompañadas por el contoneo de sus vaqueros y el sonido del taconear de sus botas. Ninguna de las dos vio al fabuloso hombre que, desde dentro del cristal donde se alojaba el cartel de la película de estreno, las llamaba dando suaves golpes con los nudillos, así que él, mirando de perfil, dejando caer su flequillo sobre la frente y acolchando su voz dentro del cuello de cisne, volvió a su pose de reclamo de sueños.

  Al menos no la han roto, espero que el viento la lleve a un lugar mejor, se dijo.