Me pediste un poema de amor y no puedo
porque la palabra me es insuficiente,
porque en la naturaleza no hay vuelo
ni hay flor; no hay en el mar color ni
olas suenan; ni blanco de luna; ni
lenguaje platón, tradición poema, música
de esferas, ni universo acogedor, ni beso
tan siquiera. Probablemente hijos, seguro
Dios… pero qué poco mi boca ruda, mi
abrazo torpe, mi impotente ser tu mitad
del todo que nos ordena.
En paralelismo:
Me pediste un poema de amor y no hay cosa que pueda.
Saturday, November 17, 2007
Monday, November 12, 2007
El amor y las clases sociales.
El amor: las mujeres.
Sábado a las diez de la noche. Antes de salir, una última revisión en el espejo. Una pesada mano por el pelo, flanco derecho, flanco izquierdo: perfecto. Todo estaba en orden. Salió de su cuarto con paso decidido y sintiéndose seguro de sí mismo e incluso atractivo, se despidió con enorme simpatía y desdén de los que quedaban en casa y salió a la calle. Pensó en no coger la moto para no estropear los hermosos zapatos que iba estrenando, pero no era conveniente ir sin autonomía propia, así que le pidió el coche a su padre. Como le dijo que no, extrañamente, optó libremente al fin por coger la moto, tampoco era para tanto el posible estropicio del calzado y no hay que exagerar.
Arrancó la moto (¡Cómo sonaba!) y se dirigió al bar donde habían quedado. Aquellos eran sus amigos y sus compañeros de toda la vida. Ellos eran la compañía perfecta, la complicidad y el apoyo que cualquier hombre desea. Vestían de forma parecida, les gustaban las mismas películas y los mismos deportes y las mismas tías también, claro.
El camino que separaba su casa del lugar de la cita bullía ya de gente, y mientras miraba airoso, aunque disimulado, a las viandantes arregladas ya con las que se había cruzado, comenzaba (ya) a sentir ese comezón de euforia y ambiente que entra cuando uno se presiente incluido en la masa que se divierte; así que retardó un poco la marcha del motor y encendió un cigarro.
Aparcó la máquina, no si algo de dificultad, pues había muchas, y se dirigió al bar. Para variar, no había nadie. Bueno, sí había gente, pero ninguno de los que tenía que haber. Pidió cerveza y se sentó a esperar. Allí sentado solo y elegantemente vestido era como si todos y todas, la humanidad al completo y más, cada pared, cada coche y cada ventana le estuviese mirando. Incluso pasaba gente. No había más remedio que acorazar aquella vulnerabilidad pasajera. Era necesario transmitir mensajes de tranquilidad: cruzó las piernas, se recostó un poco y miró al reloj haciendo gestos de quien espera desespera y se pasó los dedos abiertos por sus maravillosos cabellos rubios y miró atento a un lado y a otro. Al volver a mirar hacia la derecha se quedó agradablemente sorprendido. Dos guapísimas se estaban sentando en una mesa cercana y a pleno alcance visual. Para prevenir, volvió a mirar el reloj y resopló con un disgusto elegante y comprensivo hacia quienes le tenían allí esperando. Ese era el mensaje. Sí, le tenían allí esperando. No sabría decir por qué pero sentía la certeza de que el interés que mínimamente despierta una persona sola entre el ambiente nocturno, está más cerca del temor o la compasión que de la fascinación, y eso era lo que a él le encantaba despertar en las mujeres: fascinación. Sintió que su estrategia no había sido inútil y se dedicó a observarlas poniendo mucho cuidado, eso sí, en que no se dieran cuenta. Para ello ponía en juego todo un repertorio de ángulos de ojos, caras de abstraído, retiradas con un fugaz movimiento de cuello... no se trataba de que ellas no supieran que las miraba, pues, mágicamente, todas lo adivinaban siempre; se trataba de que no hubiera pruebas concluyentes. Incluso les hacía gracia que alguien alto y guapo como él las observara complacido, seguro, pero no era momento, tan temprano y tan solo, para pasar a la desfachatez.
Eran dos universitarias preciosas y elegantísimas. No es que fueran vestidas de fiesta, pero estaban muy elegantes. La rubia vestía una camiseta de Benetton blanca muy pequeña y ajustada, como si fuera piel misma. La redondez de sus dos pechos moderados y ofensivamente desconocedores de la ley de la gravedad estaba ilustrada por unas manzanas de colores limpios y brillantes rotos por un pequeño mordisco. Sensacional. Los pies estaban enfundados en unas deportivas blanquiazules de tela de la marca Dunlop y unos Levi's 501 magníficamente rotos acompasaban cada una de sus costuras a la más perfecta perfección simétrica de la que un humano pudiera gozar. Con su melena dorada hacía malabares que aceleraban el pulso. No le veía la cara, pues la tenía inclinada y vuelta hacia su amiga. Su amiga, la morena, llevaba un vestido negro que parecía un camisón y que dejaba sobre el cruce de sus finísimas piernas morenas un túnel triangular confuso pero inevitable como el mismo destino del mundo. A ésta sí le veía la cara y junto con unos ensoñadores ojos mieliverdes que movía como las alas de un ángel, tenía unos labios brujos que seguro pronunciarían el beso como un poema. La seda, o lo que fuera, de su vestidito anunciaba rozadora e intermitentemente, pero con absoluta y trágica claridad que no llevaba sujetador y lo que es peor, que no lo llevaba porque era absolutamente innecesario. Continuó sus labores de vigía incógnito un rato hasta que algo inesperado, o mejor que inesperado, esperado largo tiempo hizo que ya fuera innecesario su disimulo. Algo, eso sí, que casi se había olvidado de esperar. Un manotazo en la cabeza y por detrás y un ¡quiyo que estás embobao con esas dos pedazos de tías! que por supuesto ellas oyeron y que les cambió las sonrisas por dos caras de disgusto. Era el anuncio de que por fin llegaban los amigos. Ellas se fueron mientras él las seguía con la mirada y veía como se unían al grupo que las llamaba desde una acera lejana.
Obligatoriamente separado de aquellos dos amores de su vida se entregó a un ratito de melancolía amorosa antes de unirse a la algarabía y el festejo de los amigos que ya comenzaban a dar buena cuenta de varios litros de cerveza que servían de inicio alcohólico y efectivísimo de la felicidad nocturna venidera. El líquido espumoso, sabroso y sagrado les ayudó a salir de aquel primer intermedio bebicitario en pleno apogeo. Los planes no podían ser más halagüeños. Iban al bar "El corral" a comer costillas de cerdo con las manos a disfrutar de lo lindo intentando cada uno ser el que más comía y dejando que la grasa les chorreara hasta los codos a la vez que se quemarían los dedos para no perder velocidad deglucionadora. Las risas, chistes, bromas y piropos volaban a buen volumen camino de un bar a otro.
Sin embargo, y sordamente, una especie de picor en la conciencia le decía que a él lo que le apetecía era irse con aquellas dos para fascinarlas con su estatura y sus ojos claros y su moto y su ropa nueva. Aunque no se sentía solo, a cualquiera de sus amigos le gustaría lo mismo: acostarse con ellas.
Por un momento le picó también la nostalgia de una novia que tuvo y que lo dejó diciéndole que era un hombre como todos los hombres y que todos sois iguales. No entendió nunca por qué se fue entonces con otro, que aunque rico, también era un hombre. Desechó rápidamente la debilidad espiritual que supone echar de menos a una tía y decidió pensar en las costillas de cerdo que el destino les deparaba si ninguna pandilla de tías lo impedía, lo que era seguro que no ocurriría, como siempre. Pero al menos olía a aventura.
Cayeron las costillas y más cervezas. Luego cayó un muy apropiado guiso de hígado con patatas a las doce de la noche bien regado con vino. Para copear se imponía otra mudanza. Entre la realidad que vivía y el mundo que le llegaba por ojos y oídos había ya una cierta, leve y aún agradable desconexión etílica que le hacía sentirse más capaz y más amigo. Subieron la calle en cuya esquina se aprovisionarían de güisquis y cubatas como los siete (o los que fueran) magníficos cabalgando entre aclamaciones de los lugareños. Nadie les echaba cuenta curiosamente. Pidieron en la barra y salieron fuera formando una especie de corro en cuyo interior había un círculo concéntrico formado por circulitos de vasos. Charlaban animada y amistosa pero hipócritamente, pues no se miraban sino que oteaban a un lado y a otro disfrutando masoquistamente de moreneces, redondeces, contornos, contoneos... e ignorancias.
A las dos horas de estar allí se encontró hablando con alguien sobre una personal teoría amorososimplificatoria que al igual que en los problemas con fracciones permitía simplificar elementos comunes arriba y abajo y que si entre más de una mujer se sentían cosas diferentes por ejemplo y brevemente x amor, cariño, sexo
y curiosidad, aventura, sexo
Se iba sexo y tanto x como y conseguían conservar su identidad y por tanto la infidelidad no existe aunque ellas digan que sí.
- Tú eres un sabio y estás borracho. Además, si las tías ni nos miran nunca. ¿Tú has ligao alguna vez? ¿Ni yo?
- No, tú no.
- ¿Y tú?
- Yo tampoco.
- Entonces.
Se volvió cansado de estupideces inmorales propias de los degenerados y las vio allí, al otro lado, junto a la puerta. Estaban tan encantadoras como al principio de la noche. Lo miraron y sonrieron. Seguro que lo habían reconocido. Quería mirarlas y conquistarlas de nuevo. En esos momentos no se piensa en matrimonios ni en camas ni en noviazgos ni en trascendencias tipo tengo novio o tengo la regla (lo que iguala un hipotético novio con una excrecencia de la mujer). En esos momentos sólo se piensa en una victoria inmediata sea de las dimensiones que sea. Y en fascinar, así que se compuso, alzó hombros y puso cara de interesante, y aprovechando que otras dos que estaban con ellas se acercaban a saludar a unos tíos enfijatados, buscó a un colega, y enfiló hacia ellas. Había mucha gente y se avanzaba lentamente. Se detuvieron junto a las dos amigas que saludaban a los marioscondes y él agarró a su amigo para que no siguiera andando y oír así lo que decían. Las amigas de la rubia y la morena intentaban disimular mientras una de ellas le decía a los tíos.
- Me lo dijo Lala, que seguro que hoy acababa acercándose el cateto ese de los calcetines blancos, el cordón de plata saliéndose por la camisa abierta y el pantalón de tubo. Ese que iba por detrás.
- Si quieres le parto la boca.
- Déjalo, hombre, bastante tiene con lo que tiene y con el corte que Lala y Nani le van a dar.
Él lo había oído comprobando que ni cuando le hacían caso le echaban cuenta. Sin despedirse, pasó al lado de una pareja (los dos morenos y de la misma estatura. Ella preciosa y él con gafas y cara de genio. Ella amorosísima y con alma encantadora) que se besaba. Tropezó con una mesa donde otra pareja miraba a la pared con cara de besugos y sintió que un amigo lo cogía del brazo.
- ¿Ya te vas? Si esto está lleno de tías buenas. Yo me lo estoy pasando como los indios.
- Los indios no se emborrachan solos y no follan con la imaginación. A los indios los matan a tiros.
- Vale tío. Mañana a la misma hora, ¿vale?
- Claro.
Sábado a las diez de la noche. Antes de salir, una última revisión en el espejo. Una pesada mano por el pelo, flanco derecho, flanco izquierdo: perfecto. Todo estaba en orden. Salió de su cuarto con paso decidido y sintiéndose seguro de sí mismo e incluso atractivo, se despidió con enorme simpatía y desdén de los que quedaban en casa y salió a la calle. Pensó en no coger la moto para no estropear los hermosos zapatos que iba estrenando, pero no era conveniente ir sin autonomía propia, así que le pidió el coche a su padre. Como le dijo que no, extrañamente, optó libremente al fin por coger la moto, tampoco era para tanto el posible estropicio del calzado y no hay que exagerar.
Arrancó la moto (¡Cómo sonaba!) y se dirigió al bar donde habían quedado. Aquellos eran sus amigos y sus compañeros de toda la vida. Ellos eran la compañía perfecta, la complicidad y el apoyo que cualquier hombre desea. Vestían de forma parecida, les gustaban las mismas películas y los mismos deportes y las mismas tías también, claro.
El camino que separaba su casa del lugar de la cita bullía ya de gente, y mientras miraba airoso, aunque disimulado, a las viandantes arregladas ya con las que se había cruzado, comenzaba (ya) a sentir ese comezón de euforia y ambiente que entra cuando uno se presiente incluido en la masa que se divierte; así que retardó un poco la marcha del motor y encendió un cigarro.
Aparcó la máquina, no si algo de dificultad, pues había muchas, y se dirigió al bar. Para variar, no había nadie. Bueno, sí había gente, pero ninguno de los que tenía que haber. Pidió cerveza y se sentó a esperar. Allí sentado solo y elegantemente vestido era como si todos y todas, la humanidad al completo y más, cada pared, cada coche y cada ventana le estuviese mirando. Incluso pasaba gente. No había más remedio que acorazar aquella vulnerabilidad pasajera. Era necesario transmitir mensajes de tranquilidad: cruzó las piernas, se recostó un poco y miró al reloj haciendo gestos de quien espera desespera y se pasó los dedos abiertos por sus maravillosos cabellos rubios y miró atento a un lado y a otro. Al volver a mirar hacia la derecha se quedó agradablemente sorprendido. Dos guapísimas se estaban sentando en una mesa cercana y a pleno alcance visual. Para prevenir, volvió a mirar el reloj y resopló con un disgusto elegante y comprensivo hacia quienes le tenían allí esperando. Ese era el mensaje. Sí, le tenían allí esperando. No sabría decir por qué pero sentía la certeza de que el interés que mínimamente despierta una persona sola entre el ambiente nocturno, está más cerca del temor o la compasión que de la fascinación, y eso era lo que a él le encantaba despertar en las mujeres: fascinación. Sintió que su estrategia no había sido inútil y se dedicó a observarlas poniendo mucho cuidado, eso sí, en que no se dieran cuenta. Para ello ponía en juego todo un repertorio de ángulos de ojos, caras de abstraído, retiradas con un fugaz movimiento de cuello... no se trataba de que ellas no supieran que las miraba, pues, mágicamente, todas lo adivinaban siempre; se trataba de que no hubiera pruebas concluyentes. Incluso les hacía gracia que alguien alto y guapo como él las observara complacido, seguro, pero no era momento, tan temprano y tan solo, para pasar a la desfachatez.
Eran dos universitarias preciosas y elegantísimas. No es que fueran vestidas de fiesta, pero estaban muy elegantes. La rubia vestía una camiseta de Benetton blanca muy pequeña y ajustada, como si fuera piel misma. La redondez de sus dos pechos moderados y ofensivamente desconocedores de la ley de la gravedad estaba ilustrada por unas manzanas de colores limpios y brillantes rotos por un pequeño mordisco. Sensacional. Los pies estaban enfundados en unas deportivas blanquiazules de tela de la marca Dunlop y unos Levi's 501 magníficamente rotos acompasaban cada una de sus costuras a la más perfecta perfección simétrica de la que un humano pudiera gozar. Con su melena dorada hacía malabares que aceleraban el pulso. No le veía la cara, pues la tenía inclinada y vuelta hacia su amiga. Su amiga, la morena, llevaba un vestido negro que parecía un camisón y que dejaba sobre el cruce de sus finísimas piernas morenas un túnel triangular confuso pero inevitable como el mismo destino del mundo. A ésta sí le veía la cara y junto con unos ensoñadores ojos mieliverdes que movía como las alas de un ángel, tenía unos labios brujos que seguro pronunciarían el beso como un poema. La seda, o lo que fuera, de su vestidito anunciaba rozadora e intermitentemente, pero con absoluta y trágica claridad que no llevaba sujetador y lo que es peor, que no lo llevaba porque era absolutamente innecesario. Continuó sus labores de vigía incógnito un rato hasta que algo inesperado, o mejor que inesperado, esperado largo tiempo hizo que ya fuera innecesario su disimulo. Algo, eso sí, que casi se había olvidado de esperar. Un manotazo en la cabeza y por detrás y un ¡quiyo que estás embobao con esas dos pedazos de tías! que por supuesto ellas oyeron y que les cambió las sonrisas por dos caras de disgusto. Era el anuncio de que por fin llegaban los amigos. Ellas se fueron mientras él las seguía con la mirada y veía como se unían al grupo que las llamaba desde una acera lejana.
Obligatoriamente separado de aquellos dos amores de su vida se entregó a un ratito de melancolía amorosa antes de unirse a la algarabía y el festejo de los amigos que ya comenzaban a dar buena cuenta de varios litros de cerveza que servían de inicio alcohólico y efectivísimo de la felicidad nocturna venidera. El líquido espumoso, sabroso y sagrado les ayudó a salir de aquel primer intermedio bebicitario en pleno apogeo. Los planes no podían ser más halagüeños. Iban al bar "El corral" a comer costillas de cerdo con las manos a disfrutar de lo lindo intentando cada uno ser el que más comía y dejando que la grasa les chorreara hasta los codos a la vez que se quemarían los dedos para no perder velocidad deglucionadora. Las risas, chistes, bromas y piropos volaban a buen volumen camino de un bar a otro.
Sin embargo, y sordamente, una especie de picor en la conciencia le decía que a él lo que le apetecía era irse con aquellas dos para fascinarlas con su estatura y sus ojos claros y su moto y su ropa nueva. Aunque no se sentía solo, a cualquiera de sus amigos le gustaría lo mismo: acostarse con ellas.
Por un momento le picó también la nostalgia de una novia que tuvo y que lo dejó diciéndole que era un hombre como todos los hombres y que todos sois iguales. No entendió nunca por qué se fue entonces con otro, que aunque rico, también era un hombre. Desechó rápidamente la debilidad espiritual que supone echar de menos a una tía y decidió pensar en las costillas de cerdo que el destino les deparaba si ninguna pandilla de tías lo impedía, lo que era seguro que no ocurriría, como siempre. Pero al menos olía a aventura.
Cayeron las costillas y más cervezas. Luego cayó un muy apropiado guiso de hígado con patatas a las doce de la noche bien regado con vino. Para copear se imponía otra mudanza. Entre la realidad que vivía y el mundo que le llegaba por ojos y oídos había ya una cierta, leve y aún agradable desconexión etílica que le hacía sentirse más capaz y más amigo. Subieron la calle en cuya esquina se aprovisionarían de güisquis y cubatas como los siete (o los que fueran) magníficos cabalgando entre aclamaciones de los lugareños. Nadie les echaba cuenta curiosamente. Pidieron en la barra y salieron fuera formando una especie de corro en cuyo interior había un círculo concéntrico formado por circulitos de vasos. Charlaban animada y amistosa pero hipócritamente, pues no se miraban sino que oteaban a un lado y a otro disfrutando masoquistamente de moreneces, redondeces, contornos, contoneos... e ignorancias.
A las dos horas de estar allí se encontró hablando con alguien sobre una personal teoría amorososimplificatoria que al igual que en los problemas con fracciones permitía simplificar elementos comunes arriba y abajo y que si entre más de una mujer se sentían cosas diferentes por ejemplo y brevemente x amor, cariño, sexo
y curiosidad, aventura, sexo
Se iba sexo y tanto x como y conseguían conservar su identidad y por tanto la infidelidad no existe aunque ellas digan que sí.
- Tú eres un sabio y estás borracho. Además, si las tías ni nos miran nunca. ¿Tú has ligao alguna vez? ¿Ni yo?
- No, tú no.
- ¿Y tú?
- Yo tampoco.
- Entonces.
Se volvió cansado de estupideces inmorales propias de los degenerados y las vio allí, al otro lado, junto a la puerta. Estaban tan encantadoras como al principio de la noche. Lo miraron y sonrieron. Seguro que lo habían reconocido. Quería mirarlas y conquistarlas de nuevo. En esos momentos no se piensa en matrimonios ni en camas ni en noviazgos ni en trascendencias tipo tengo novio o tengo la regla (lo que iguala un hipotético novio con una excrecencia de la mujer). En esos momentos sólo se piensa en una victoria inmediata sea de las dimensiones que sea. Y en fascinar, así que se compuso, alzó hombros y puso cara de interesante, y aprovechando que otras dos que estaban con ellas se acercaban a saludar a unos tíos enfijatados, buscó a un colega, y enfiló hacia ellas. Había mucha gente y se avanzaba lentamente. Se detuvieron junto a las dos amigas que saludaban a los marioscondes y él agarró a su amigo para que no siguiera andando y oír así lo que decían. Las amigas de la rubia y la morena intentaban disimular mientras una de ellas le decía a los tíos.
- Me lo dijo Lala, que seguro que hoy acababa acercándose el cateto ese de los calcetines blancos, el cordón de plata saliéndose por la camisa abierta y el pantalón de tubo. Ese que iba por detrás.
- Si quieres le parto la boca.
- Déjalo, hombre, bastante tiene con lo que tiene y con el corte que Lala y Nani le van a dar.
Él lo había oído comprobando que ni cuando le hacían caso le echaban cuenta. Sin despedirse, pasó al lado de una pareja (los dos morenos y de la misma estatura. Ella preciosa y él con gafas y cara de genio. Ella amorosísima y con alma encantadora) que se besaba. Tropezó con una mesa donde otra pareja miraba a la pared con cara de besugos y sintió que un amigo lo cogía del brazo.
- ¿Ya te vas? Si esto está lleno de tías buenas. Yo me lo estoy pasando como los indios.
- Los indios no se emborrachan solos y no follan con la imaginación. A los indios los matan a tiros.
- Vale tío. Mañana a la misma hora, ¿vale?
- Claro.
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