Alardes de Perfección.
Querida lectora, querido lector de esta carta:
Es un esfuerzo
enorme intentar entender cómo aún puedo estar desemparejado, es decir, sin
pareja. En mis aún pocos pero intensos años de vida, no he conocido a nadie tan
maravilloso como yo. Mi cuerpo, donde se aúnan la perfección genética con la
más rígida disciplina de gimnasio de alto estandin, este cuerpo, es todo un
estudio de anatomía digno de los pinceles más afamados de la pintura universal,
figurativa o no. Mi pelo brilla bajo la luz de la luna como brilla una pantera
negra anunciando os de tualets por televisión. Todas las mujeres que conozco
han gozado suspirando mientras mesaban mis mechones con sus dedos.
Mis ojos verdes son rasgados, grandes y
profundos. Son el horizonte donde se dirigen las miradas de cuanta fémina entra
en contacto con mi presencia. He visto temblarle las piernas a las más fajadas
yupis de guolestrit.
Mi vida en sí es un dechado de perfección.
Vivo en un chalé de diseño de arnovó emplazado justo donde acaba pradera y
comienza la blanca arena de una playa perfecta bajo la bruma de invierno y
desde las cristaleras de mi salón amueblado en piel negra y aluminio, me
enmimismo en el mar con el flequillo sobre la mirada vestido con un suave
chaleco de grueso cuello de cisne en lana beig y pantalón negro que no consigue
disimular, es decir, más bien realza, lo más granado de mi masculinidad que,
dicho sea de paso, ha sido capaz de protagonizar las más tórridas escenas que
puedan verse tras las paredes de un dormitorio.
Cada mañana, me levanto cuando he dormido lo
necesario, ya que no necesito trabajar. De forma automática la cortina se
descorre automáticamente y tras remolonear dulcemente entre los pliegues del
nórdico inmaculado me levanto en toda mi envergadura, desnudo casi y
encantador, y hago un par de horas de ejercicio en el idílico marco de la línea
de las olas. Luego desayuno las cosas más sanas que imaginarse pueda: pan
integral, zumo de naranja, fruta y cereales. En la enorme cocina perfectamente
iluminada y sin una gota de grasa, todos los utensilios brillan perfectamente
nuevos mientras resplandece, verde oliva, el frasco de aceite.
Yo estoy recién duchado y mi albornoz se
entreabre como unos labios lascivos dejando a la vista un pecho perfectamente
moldeado sin la más mínima sombra de pelichis espiraloides, lisos, suaves o
hirsutos de tipo alguno.
Todo yo huelo a
una mezcla de varonil sensualidad junto con la tersura suave de la colonia de
bebé que derramo generosamente en mis manos. El resultado un verdadero osito de
peluche machote y desvalidamente tierno. La exacta mezcla de fragilidad y
fortaleza. Control atlético y dubitativa timidez.
Me levanto suave pero vigorosamente y me
dirijo a mi dormitorio, voy descalzo, por supuesto, y paseando por la moqueta
mullida y asimismo inmaculada, me detengo sólo un instante ante la ventana para
volver a mirar al mar y me meto en mi más que amplio vestidor. Dejo que el
albornoz se deslice sensualmente por mis fornidísimos hombros y que caiga,
despreocupado, al suelo, donde se queda en perfecto desorden. Un par de prendas
en perfecta consonancia. Zapatos absolutamente impecables, con calcetines a
juego siempre, ni un agujerín en la punta ni un zurzido jamás, inasequibles a
cualquier tipo o especie de pesturria que rompa inesperadamente el glamur.
Salgo a la calle montado ya en mi biplaza
descapotable mientras los mechones ondean secándose al viento. Miro a los
viandantes observar mi paso con envidia y no les presto la más mínima atención
para que no se sientan minusvalorados en su mediocre vida.
Cuando entro en la ciudad, el decorado
entero, la autopista en sí, los árboles que la flanquean y las palmeras parecen
que se colocan bien para saludar mi paso. Todos los dependientes y dependientas
de la zona vip y los metres y somelieres de los mejores restaurantes disfrutan
pudiéndome servir. Se les nota en sus sonrisas… cuando es una mujer bella, sólo
tengo que despejar mi blanquísima dentadura con la cabeza inclinada y mirarla
de perfil para saber que mi invitación será aceptada. Tengo paso libre en todos
los locales de moda y en los lugares más exclusivos. El simple hecho de entrar
conmigo, ya hace que te sientas importante.
Cuando llegan conmigo a casa, las trato como
a reinas. Soy sofisticado, suave, amable, delicado pero impetuoso y siempre
dejo satisfecha a la que tiene el honor de conocerme como hombre. Docenas de
matrimonios estables se han disuelto echándome a mi la culpa de lo que ella
buscaba en mí. Cuando no hice más que compartir generosamente mi tiempo con
quien quería huir del que se había fabricado. De hecho, la última aventura que
tuve a bien otorgarle a una dama resume perfectamente y casi a la perfección lo
grandioso del espíritu que me mueve. Se da por sentado que cuando un hombre y
una mujer folgan y solazan, es él quien está recibiendo la magnanimidad de la
naturaleza y el beneplácito de la congénere. No es mi caso. En realidad me
limito a no ser despreciativo con los que han tenido la suerte de, evolucionando
de simiescos animalotes, llegar a conclusiones fisiológicas y anatómicas
lejanamente parecidas a la mía.
Hablaba de mi última aventura. Entré en el
más sofisticadísimo de los restaurantes de la ciudad, como se arremolinan los
papelillos en la calle se arremolinó a mi alrededor la atención de todos los
comensales, quienes, por unos momentos se olvidaron de masticar y beber,
proliferando así multitud de manchurrones y churretes en las inmaculadas
vestimentas de alta costura, mientras que yo, comprensivo, alzaba levemente la
mano en señal de saludo cortés y para que no se sintieran tan ridículos como
eran en mi presencia.
El personal del local dejó inmediata e
inconscientemente de atender a los demás mientras en sus rostros se mezclaban
la fascinación y la penurria, ya que sabían con seguridad que de mi mesa se
ocuparían personalmente el chef y el dueño del local. Por ello les regalé
también mi famoso saludo consistente en una leve inclinación de cabeza hacia
arriba, es decir, como la primera mitad de un asentimiento leve, como si la
barbilla, tímida pero segura se alzara hacia el frente mientras que suavemente
llevado por la inercia de una encantadora voluntad, mentón y labio inferior se
arrugaran mínima pero seguramente, es decir, con seguridad, en un deslumbrante
fulgor de ojos. Y allí estaba ella, embobada en mi pasear, a punto de dejar
resbalar un hilillo de su Martini por la comisura de la boca hacia el escote
primorosamente medido de su vestido negro. Se le notaba a la legua que estaba
resignada a estar sola y que se había arreglado por carácter más que por
esperanza.
Paré suavemente en seco, agaché ligeramente
la cabeza hacia un lado, fijé mi mirada en ella, acérqueme, alárguele la mano,
cogiómela suavemente, esa mano, y sin necesidad de palabras otórguele el don
máximo de cenar conmigo.
Ella toda exudaba deseo desde el primer
momento y yo retardé sabiamente el momento de ofrecerle acompañarla a casa,
como debe ser. Mientras masticaba suavemente la carne mechá siempre a un tris
de que se viera algo o no le otorgaba medias sonrisas y movía despaciosamente
el tenedor desde la boca al plato mirándola con la más absoluta de las
comprensiones y el más seguro de los otorgamientos. Así la dejaba saber que la
haría satisfacer de placer en el momento que ella quisiera, que no debía tener
prisa. Que podía sentirse tranquila y segura y que su marido era un pobre
infeliz que no sabía apreciar lo que tenía.
Por eso no llego a entender la ostia que me
dio cuando, ya en el coche, y acariciándole dadivosamente la rodilla le dije
que no tendría que agradecerme aquella noche que pasaría gritando de placer en
mi chalé de la playa en una urbanización perfecta de chaleres de la playa. Y
que no se sintiera violenta porque nadie la oiría.
Me desconcertó más que me dolió aquel tamaño
leñazo por lo repentino e inesperado. Luego además, sopesándolo lo consideré
totalmente injusto.
Sé que son legión las niñas, damiselas y
señoras que suspiran contemplando mis fotografías y sé que decoro más de un
dormitorio siendo secretamente deseado. Soy la perfección absoluta, por eso te
decía que no logro comprender que esté aún sin pareja, es decir, desemparejado.
Ambas estaban paradas en la acera, junto a la
entrada de una cafetería que comenzaba a quedarse desierta. La carta pasaba de
una a otra mientras miraban a uno y otro lado buscando al autor de la misma. No
había ni una dirección, ni un número de teléfono. Ni una dirección de correo
electrónico siquiera. Y era una lástima, porque merecía la pena conocer a un payaso
de tal envergadura. Las dos tiraron la carta al suelo y ésta se levanto con una
ráfaga de aire que pasaba por allí. Salieron andando acompañadas por el
contoneo de sus vaqueros y el sonido del taconear de sus botas. Ninguna de las
dos vio al fabuloso hombre que, desde dentro del cristal donde se alojaba el
cartel de la película de estreno, las llamaba dando suaves golpes con los
nudillos, así que él, mirando de perfil, dejando caer su flequillo sobre la
frente y acolchando su voz dentro del cuello de cisne, volvió a su pose de
reclamo de sueños.
Al menos no la han roto, espero que el viento
la lleve a un lugar mejor, se dijo.
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