Las corridas pueden ser plúmbeas, gloriosas, anodinas o entretenidas. Pero siempre son verdad. Me explico. Soy un aficionado taurino sin remedio. Reconozco la voluntad de los que quieren defender a los animales. Hay bondad en muchos de ellos, pero no puedo evitar sentir reverencia por nuestra fiesta.
Esta tarde en nuestra Real Maestranza, Urdiales, Oliva Soto y Nazaré han lidiado con la vida.
Mi abuelo me enseñó que en el fondo, todos somos toreros y toreras de nuestras vidas.
Y la fiesta es la metáfora perfecta de la verdad. Como en todos los oficios, hay ilusiones rotas, trabajo, sacrifico e injusticias, pero la fiesta tiene algo que la hace especial. La fiesta tiene al toro, y el toro la convierte en el espectáculo de la verdad.
Los comienzos son duros para la mayoría. Otros lo tienen más fácil para tener una oportunidad porque son hijos de o amigos de… pero al final, en el albero, la verdad reina y sólo se la ve a ella. Ayer en Sevilla la verdad campó a sus anchas. Unos animales fueron mejores, otros peores, como siempre, pero allí había tres seres humanos poniendo las cartas sobre la mesa de un público que nunca falla. De un público que ve a un torero hambriento de triunfo agotar una faena como otros agotan una legislatura. Que ven a otro torero bailar por seguiriyas con la muerte…
Ojalá el resto de los ámbitos de nuestra sociedad fueran tan verdaderos, tan transparentes como lo es una faena. Se le puede regalar un puesto a alguien, una tarde, un enemigo, pero si ese alguien no se merece el sitio, lo perderá. Y si alguien se lo merece, sudará sangre, pero tendrá la gloria ganada a pulso y cornadas.
Ayer en Sevilla, en nuestra maestranza, deseé que todo sea tan justo como lo es torear delante de los sevillanos y las sevillanas. Se observa en silencio la belleza, el valor y el mérito. El pueblo no decide. Observa y juzga. Y quien lo merece sólo tiene que seguir demostrando que es un maestro. Nada más. Nada menos.
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