Nunca he conseguido que me guste el fútbol. Supongo que se lo habré comentado en alguna ocasión. Hay quien piensa que es una pose predeterminada para hacerme el interesante y el intelectual. No es verdad. No me gusta porque no me gusta, y miren que lo he intentado. Envidio profundamente el chute de adrenalina que observo en mis amigos y familiares cuando ven un partido. Como sabrán, el sábado jugaron el Sevilla y el Barça. Como era por el Plus, la reunión de amigotes tocó en casa. Era todo un espectáculo. No hay mucha variedad de afición entre los amigos de mi pandilla. O Sevilla o Betis… pero por unas cuentas de Barcelona, Madrid, copas y ligas, que yo no alcancé a entender, todos y todas, con sus hijos incluidos (hasta mi niño es aficionado) estaban pegados a la pantalla vociferando y pontificando.
Mi mujer y yo, además de anfritriones, éramos los dos únicos a quienes parecía no afectarles tan trascendental ocasión, por lo que nos dimos una pechá de poner y quitar aperitivos bastante considerable.
Aquello se me imaginó como una situación que describía perfectamente lo que parece nuestro país.
Habíamos dos trabajando. Por suerte, claro. Eso significa que, gracias a Dios, tenemos trabajo y la nevera llena. No nos podíamos ni nos debemos quejar. El resto vibraba, olvidados los problemas durante noventa minutos, al son de 22 millonarios jugando a la pelota. Por un momento me paré en la puerta de la cocina con Nuria, me quedé mirando al pueblo llano y pensé que qué ocurriría si me sentaba también a ver el fútbol… Supongo que me dirían que lo hacía por flojo, por no dar más viajes, por no trabajar para los demás. Que si a mí no me ha gustado nunca el fútbol, que por qué mi iba a gustar ahora… lo normal. Pero ninguno se levantaría en mi lugar para reponer cervezas, refrescos o aceitunas… Tiré para adentro y me puse a cortar queso.
En España, en Andalucía, en Sevilla, hay quienes cortan queso, quienes ven el fútbol y quienes no se levantarán pase lo que pase mientras los de los equipos rivales juegan a algo tan importante que nadie sabe qué pasará si gana uno u otro. Y no podemos criticar a nadie. Todos hacemos lo que debemos, ¿o no?
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